El camino de la democracia es un sendero frecuentemente sinuoso, que con delicadeza, criterio y responsabilidad, puede y merece transitarse para el bienestar de los pueblos. Primero los procesos de transición, y luego los de consolidación democrática, están necesariamente inspirados y orientados por la protección de los derechos humanos, bajo la máxima que sin derechos humanos no hay democracia, y sin democracia no hay derechos humanos.
Al considerar esta relación simbiótica, se da lugar incluso a lo que en buen lenguaje jurídico se ha dado en llamar Bloque de Legitimidad, o, en nuestro caso costarricense, Derecho de la Constitución, explicando que el marco de los derechos humanos y de la democracia, se encuentra no sólo en la Constitución Política, sino en todo un andamiaje de valores, principios y normas de origen nacional e internacional, que son los que otorgan validez y legitimidad a las actuaciones del poder.
Uno de los postulados básicos de todo Estado que pretenda ostentar de manera válida la etiqueta de ser Democrático y Social de Derecho, es respetar de manera estricta el principio democrático y los principios conexos, como lo es el de separación de poderes, y relacionado con este último, también el principio de independencia judicial. Así se señala desde el artículo 14 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, que reconoce a la independencia judicial el carácter de ser un derecho humano absoluto de todas las personas como garantía para sus derechos.
Es claro que esto sea así, porque como se ha dicho reiteradamente, el ámbito de la administración de justicia es la última frontera donde se define la vigencia de los derechos humanos y de la democracia, pues será ante la justicia, donde se juzgue si las actuaciones del poder público son acordes con el principio democrático y la protección de los derechos de las personas.
Es por esta razón que el ejercicio de la justicia, la judicatura, es un espacio que puede resultar incómodo si las demás estructuras del Estado pretenden ejercer un poder sin limitaciones, sin contrapesos y, claro está, sin responsabilidad; incluso, las simples llamadas de atención que desde la judicatura debe hacerse en el marco de la integridad del ordenamiento, o la orden para que se eviten mayores daños a la institucionalidad y los derechos humanos, igualmente son tomadas por esas estructuras como intromisiones, extralimitaciones, y, en el más leve de los casos, como «actuaciones irrespetuosas» que no pueden repetirse y hay que evitar, aunque en ese proceso se desatienda, se violente, se pisotee, los más altos principios de la institucionalidad democrática, como lo es, precisamente, la independencia judicial.
La independencia judicial externa está reconocida como un principio para evitar, precisamente, las ingerencias de los demás poderes públicos en el ejercicio de la judicatura, y se muestra al más alto nivel con la protección que el Derecho de la Constitución brinda a los más altos jueces de la República, tanto en el proceso de su elección, como en su continuidad en el cargo. En el pasado esto fue entendido de una manera precisa y clara por el constituyente, no solamente reconociéndole al Poder Judicial un mínimo presupuestario para el ejercicio de sus funciones, sino, particularmente, definiendo que solamente mediante un proceso negativo y calificado podría disponerse la no continuidad de un Magistrado luego del vencimiento del período para el que fue electo. Este proceso negativo está integrado tanto por la votación que se requiere para evitar la continuidad en el cargo –mayoría calificada de los Diputados de la Asamblea Legislativa-, como en los plazos constitucionalmente previstos para que se produzca esa votación –treinta días calendario luego del vencimiento del plazo-, pues de lo contrario sería improcedente la no reelección y aplicaría lo esencialmente querido por el constituyente, la reelección.
Si se revisa con cuidado las actas de la Asamblea Nacional Constituyente, podrá apreciarse cómo el tema de la elección y el período de los Magistrados ocupó un lugar importante en la discusión sobre la independencia judicial, llegándose incluso a valorar la posibilidad de que los nombramientos fueran sine die, es decir, vitalicios, pues algunos pensaban que sólo así podría garantizarse de manera plena la independencia de los jueces. Fue precisamente partiendo de estas consideraciones, que finalmente se optó por un sistema que reconociendo el carácter principial de la independencia judicial, permitiera la reeleción automática de los designados con la única salvedad que se produjera una votación calificada del Congreso en un tiempo determinado; es decir, un sistema donde lo limitado no fuera la reelección, sino la no-reeleción; un sistema que favoreciera la continuidad, y no donde se discutiera la finalización del mandato; un sistema propenso a la reelección, y no a la conclusión de períodos.
En este sentido, el Derecho de la Constitución señala con absoluta claridad que al vencimiento del período por el que un Magistrado fue electo, lo que se presenta no es un proceso de reelección, sino uno de no-reelección, pues se da por sentado que para la mejor defensa de la Democracia y para garantizar los principios de separación de poderes e independencia judicial, lo apropiado, lo conveniente y lo recomendable, es la continuidad en el ejercicio del cargo, salvo que existan verdaderas condiciones de fondo que aconsejen la no-reelección, en cuyo caso se abriría la posibilidad de realizar esa no-reelección bajo los términos y contenidos reales previstos en la propia Constitución.
De lo anterior tenemos que el proceso de no-reelección de un Magistrado, como todo proceso negativo, es un proceso calificado y de excepción, pues lo que se privilegia es la mayor independencia judicial garantizándola con la continuidad en el ejercicio del cargo, otorgándole garantía a la democracia y a la protección de los derechos humanos, y evitando que el juez involucrado esté sujeto a los avatares políticos de corto y mediano plazo.
Esto es importante tenerlo en consideración, pues la justicia nunca puede estar ligada de modo alguno con las intenciones, preferencias y vicisitudes propias del ambiente político, y menos de lo político-electoral. Es por ello que el constituyente quiso abstraer al Poder Judicial, sus Magistrados y Jueces de una relación que es impropia de la democracia. Se trata de un tema que también debe quedar claro a lo que regular, pero imprecisa y difusamente, se conoce como «clase política», pues un ejercicio democrático responsable, impone la obligación de evitar la tentación de hacer de la justicia un botín, o, peor aún, un espacio dedicado al acuerpamiento de actuaciones que riñan con la democracia, o a evitar pronunciamientos judiciales que señalen actuaciones incorrectas del poder público. La independencia judicial es un derecho y una garantía para la protección de la democracia, no un principio del que hay que apropiarse para mancillarlo y vaciarlo de contenido.
Regularmente se escucha el aforismo de que existen actuaciones que aunque legales no son correctas. En el ámbito de la independencia judicial se puede ir más allá, y afirmar que pueden existir actuaciones que aunque amparadas a un marco constitucional formal, tampoco son correctas. Y no lo son porque, precisamente, son contrarias y riñen con aquel Derecho de la Constitución de que hacía referencia, tanto porque violenta la naturaleza y el sentido propio de un procedimiento creado por el constituyente, como por ser contrarias a toda la serie de principios y valores que informan la vida en democracia.
En otras palabras, que aunque exista un proceso de no-reelección realizado de acuerdo a la formalidad constitucional –número de votos, plazos para votación y dinámica legislativa-, debe valorarse si ese proceso es igualmente conforme con el Derecho de la Constitución desde un punto de vista material.
En ocasiones anteriores he defendido que uno de los caracteres del principio democrático es la responsabilidad por los actos que asume o disponga la «clase política», particularmente de los representantes electos a la Asamblea Legislativa. He llegado incluso a manifestar que un ejercicio responsable de la función legislativa, llevaría a la conclusión de regular el ejercicio de ciertos procesos constitucionales –como las consultas legislativas-, e incluso a exigir que existan votaciones legislativas que no sean secretas sino nominales.
Creo firmemente que el ámbito de la independencia judicial es donde de manera particular debe manifestarse con absoluta transparencia ese ejercicio responsable de la representación otorgada por el pueblo. En regímenes distintos al nuestro se aplica el denominado «mandato imperativo», que significa que el representante únicamente puede hacer lo que estrictamente le está impuesto por los representados. No obstante, en un sistema democrático de corte republicano, la incidencia del mandato imperativo resulta atemperada, pues se permite al representante ejercer su labor en un ámbito de conciencia, pero en el cual debe asumir la responsabilidad por los actos que emite. Es evidente que esta responsabilidad será únicamente valorable si los representados pueden conocer cómo ha actuado el representante, y para ello necesariamente debe saberse cómo ha votado, cuál ha sido su participación, y, especialmente, cuáles son las razones para ejercer el voto en un determinado sentido o en otro. De ahí la importancia del voto nominal –que se sepa cómo ha votado cada quien- pues es a partir de él que los representados –el pueblo-, puede saber cómo ha actuado su representante y puede exigirle responsabilidad por las acciones que haya realizado.
El sistema democrático, y sobre todo la institucionalidad democrática, es amplio en disponer opciones y procedimientos por los cuales manifestar los acuerdos o inconformidades entre los diferentes componentes del poder, y, sin duda alguna, el pueblo es el gran beneficiado cuando se hace un ejercicio responsable de las competencias y potestades públicas; las libertades de expresión, de prensa y de información, la formación de las leyes, los espacios académicos, la libertad de cátedra, el acceso a la información, son pequeños ejemplos de estas posibilidades u opciones democráticas.
Sin embargo, ese ejercicio responsable no involucra ni debe permitir que se utilicen los medios democráticos para fines que no sean igualmente democráticos, y luego se pretenda disimular y hacer pasar por válido o por legítimo, actuaciones cuya finalidad no sea igualmente legítima. Es por ello que resulta particularmente necesario conocer las razones de los actos, los motivos concretos, los fundamentos exactos de las decisiones de los órganos políticos, pues sólo así se podrá validar si un acto está debidamente adoptado u obedece a otras razones que podrían, incluso, reñir con la legitimidad. Desconocer esas razones es promover la impunidad y favorecer un ejercicio sesgado de los compromisos democráticos.
Reitero, un acto conforme con la letra de la norma, no implica necesariamente que ese acto sea válido y menos legítimo, pues en toda actuación de los poderes públicos debe privilegiarse la exposición de las razones y los motivos por los cuales se adoptó el mismo. Es insuficiente el apego a la literalidad, cuando también debe atenderse a la finalidad de la norma y al principio que la sustenta.
Esto es aún más llamativo si alguno de los poderes públicos involucrados llegare a esgrimir abiertamente que las razones no son necesariamente de carácter democrático, o que los motivos se encuentran en una finalidad que riñe con los valores y principios democráticos. He dicho ya que la institucionalidad ofrece diferentes opciones para la defensa de las posiciones, por lo que insisto, que el sólo hecho de utilizar de manera formal los mecanismos constitucionales, no reviste de legitimidad las actuaciones de los poderes públicos. Pretender hacerlo así, es, lamentablemente, disfrazar de legitimidad lo ilegítimo, dando lugar a la posibilidad de que existan muy variadas intenciones para la adopción de un acto determinado.
No basta aducir que exista una extralimitación de funciones, sin señalar cuándo, cómo y por qué. No es propio utilizar de manera formal los mecanismos constitucionales, con la confesa intención de hacer «llamadas de atención» a otros miembros de los Supremos Poderes o a otro Poder de la República. Hacerlo así es simple y llanamente desconocer con indecorosa candidez la realidad del principio democrático, de la institucionalidad democrática de un Estado y de la madurez democrática e institucional de un pueblo.
Pero actuar así sin responsabilidad alguna, es también adoptar una posición de irrespeto hacia la voluntad popular y a la noción de lo que realmente son las mayorías, pues tampoco es válido alegar que en ejercicio de la representación de las mayorías se puede permitir una utilización de las instituciones democráticas para fines no democráticos, toda vez que, precisamente, el ejercicio de la representación implica un ejercicio responsable y acorde con el principio democrático, y el principio democrático exige respeto a los postulados de la democracia y a sus principios generales, como lo son la separación de poderes y la independencia judicial.
En momento alguno debe entenderse que esta defensa de la independencia judicial implique la irrestricta inamovilidad de los altos jueces de la República, pues tal como se ha indicado ello sí es una posibilidad prevista por el constituyente, pero que debe ser ejercida dentro de un marco de absoluto respeto a la institucionalidad y al Derecho de la Constitución, y en el que se permita conocer cuáles son las razones por las cuales se hace uso de un proceso negativo, excepcional y calificado, y se conozca cómo se han pronunciado los representantes del pueblo, así de manera directa y personal, sin acudir ni escudarse en simples criterios de mayoría.
El fortalecimiento de la democracia parte de la transparencia y del respeto integral, hermenéutico de todos los principios que informan el sistema democrático; depende del perfecto entendimiento y completa comprensión de las obligaciones y responsabilidades de los miembros de cada Poder de la República. Respetar el principio democrático es obedecer el mandato popular de conformidad con las competencias propias y bajo la guía e inspiración de todos los principios relacionados. Fortalecer la democracia es fortalecer sus instituciones, es educar al pueblo, es comprender su contenido. Protejamos y defendamos la democracia con conciencia y noción de Estado, con preocupación por el bienestar general y la paz social.